Desde que mi esposa murió, me he convertido en un hombre obsesionado con la higiene y la pulcritud. Eso lo aprendí de ella, todo tenía que estar pulcro para poder vivir en armonía y disfrutar de todas las cosas que hacíamos. Esos placeres especiales que nos brindaba la vida. Ahora yo que, tras cinco años de su muerte, vivo con otra mujer en la casa, me esfuerzo todos los días por ubicar unos minutos en mí acelerada vida para mantener en perfecto estado de limpieza lo que a ella, mi actual compañera, también le gusta que esté totalmente higiénico.
En cierto modo la comprendo. A nadie le gustaría que eso que le lleva todas las noches a los niveles más altos de placer tenga malos olores. Eso impide que el momento sea mágico. Un día le pregunté con miedo a que me dijera lo contrario, si estaba haciendo bien mi trabajo, si estaba siendo higiénico.
Su cara me demostró enseguida que no era así y me dijo con timidez: “Me apena mucho decirte esto, papi, pero no”. Me dijo que a veces siente, en el momento en el que está en la parte más hermosa del momento, que un olor desagradable la desconcentra y que tiene que tomar aire para retomar la concentración.
- ¡Pero, mi reina, sólo tienes que decírmelo, yo puedo mejorar. Sabes que por ti hago todo y no quiero que esto te perjudique.
- Yo lo sé, pero si quieres yo puedo hacerlo por ti, papi - me dijo con tono bajo, sentí que eso le salió desde el fondo de su corazón- yo podría hacerlo.
- iNo!- le respondí de manera cortante- eso me compete a mí, te prometo que mejoraré.
Pasaron los días y me parecía que estaba haciendo mejor las cosas. Había mejorado la forma de limpiar lo que para ella era lo más importante. En las noches, sobaba con sus manos la suavidad que poseía el largo, grueso y circular instrumento que yo había pasado limpiando durante toda la tarde.
Sonreía y me hacia un guiño cuando al incorporarlo a sus labios, sentía un olor agradable. Ella se inspiraba y me hacía sentir el hombre más feliz del mundo. Para mí, que ella disfrutara el momento era lo que más me complacía. Al final, siempre me abrazaba y me daba las gracias con un “gracias, papi, eres lo máximo”.
Todas las noches antes de salir de casa, ella, lo más hermoso que tengo en la vida, mi hija, tomaba con sus manos una caja que contenía en su interior su instrumento musical largo, grueso y circular que la hacía volar en el escenario. Su orquesta era lo más importante para ella, estar en el escenario la hacía feliz y le generaba el placer más hermoso en el mundo. Hacer música era su vida.
Aún sigo manteniendo las costumbres de su madre. La higiene, pulcritud y el buen olor de la flauta eran y siguen siendo esenciales para que nuestra hija pueda lucirse en sus presentaciones.
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