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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Complejos, malditos complejos

Nunca he servido para nada. Quizá aquel día pudo haber sido un grato compartir con los demás, pero no fue así, naturalmente no sirvo para nada. Yo lo sé y lo reconozco, pero cuando alguien que oye salir esa frase de mis labios me dice “iMuchacho!, no digas eso, claro que tienes que servir para algo” me enerva, me causa rabia, porque ellos no saben lo que yo siento, no saben lo poco que pinto en este mundo.

Todos los demás son diferentes, y es que hasta yo era diferente, pero fue ella, la pelirroja de la escuela la culpable de todo esto. Ella hizo que naciera este odio tan profundo hacia mi vida, hacia mí mismo. Fue ese día cuando ella con sus greñas rojizas me convirtió en un bueno para nada, un estúpido, un idiota que ahora no se soporta a sí mismo y que se está ahogando con su propio llanto.

Yo solía ser normal cuando tenía 10 años, hasta que me cambiaron de colegio. Fue ahí, en esas cuatro paredes junto a la maestra y los demás niños cuando mi vida cambió. Recuerdo claramente -y cómo no recordarlo si ha marcado mi vida- cuando la pelirroja hizo su fiesta en la escuela. Todos habían llegado antes que yo. Ese día fui con mi uniforme normal, a mi no me habían invitado a su fiesta de cumpleaños, yo no sabía que ese día habría tequeños y golosinas en vez de frutas para celebrar el día de la alimentación. A todas luces, fui víctima de un cruel engaño. Todos me vieron de arriba abajo. Noté que mi llegada no los complacía, pero yo aún no caía en cuenta y llevé mis tres cambures a la mesa de la maestra, al fin y al cabo para ese día pidieron frutas. En ese momento habló la pelirroja: “¡Niños, niños, vean el regalo que me trajo el nuevo!– soltó una carcajada cruel, satírica, llena de odio- unos cambures”. Me sonrojé mientras los demás niños se reían y me señalaban. Sentí que todo comenzó a dar vueltas. Veía caras que se burlaban, niños abrazados que se caían se la risa. Me incorporé cabizbajo a un rincón del salón de clases. La maestra no estaba por ningún lado –quizás estaba chismeando con la maestra de al lado- y todos seguían burlándose de mí. Todo fue burla, sigue siendo burla.

Desde ese día soy como soy ahora. Me avergüenza cada paso que doy. Veo a los demás reír y sé que es de mí que lo hacen. Todos me critican. No le parezco buena persona a nadie. Mis padres no me quieren, me insultan a cada instante, me dicen que soy un loco que vive encerrado en su cuarto. Yo agarro siempre una almohada y la coloco con fuerza en mi cara. Es ahí cuando me desahogo con llantos llenos de gritos, gritos que me piden que deje de sufrir de una buena vez.

Ahora no tomo la almohada, eso ya no me funciona. Me siento mejor atando tal jinete a su caballo, un extremo de la soga en el respaldo de la cama y otro en mi cuello. Escucho como de la calle se oyen risas de jóvenes como yo, pero ahora es muy tarde, esta vez no se seguirán riendo de mí. Me cansé de no servir para nada. Al lanzarme al piso todo habrá cambiado.

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