A
las 3:00 de la tarde del 27 de junio de 2014 sucedió que la Gran Caracas y en
otras ciudades de 11 estados del país se bajó el suiche de electricidad. Una
vez más entendimos que la vida cotidiana sin electricidad es una locura, que
una sola cosa nos puede poner de cabeza. La falla en La Arenosa perjudicó a
todo y todos: el tráfico, a los comerciantes, a los medios de comunicación, a
las líneas telefónicas y a mí, que me ocurrió algo particular con la gasolina
de mi carro.
Un
“¡aaaay!” se escuchó en todo el centro comercial Sambil de Caracas. Todo quedó
oscuro. El estacionamiento no tenía lugar para colores. Unas lucecitas blancas
que salían de los celulares de los demás parecían estrellas. Era como un cielo
con luceros, solo que no era el cielo, era la oscuridad.
Cuando
salí del estacionamiento me encontré con que las calles no eran solo el lugar
por donde transitan los carros y las motos, miles de motos que hay en Caracas.
La gente también caminaba por el medio de la vía. Al instante entendí que el
municipio Chacao se había quedado sin luz y Caracas sin Metro, y las calles sin
semáforos, y la gente había sido retirada de sus trabajos, y las estaciones de
servicio sin gasolina. ¡Sin gasoliiiinaaaaaaa! Tenía poco menos de un cuarto de
tanque de gasolina. No había luz, había cola, no había gasolina. Entré entonces
en pánico.
El
tráfico era desesperante. La cola no avanzaba, pero la aguja que marca el nivel
de combustible de mi carro no trabaja con luz, trabaja con eso, con gasolina, y
se agota, como se agotaba mi paciencia.
Cuando
al fin llegué a la estación de servicio de La Castellana, casi frente a la estación
del Metro de Altamira, me estacioné más pegado al surtidor que nunca antes.
─Señor,
ando seco (de gasolina). ¿Tendrá gasolina?
─
Gasolina sí hay… lo que no hay es luz, y entenderás que si no hay luz no hay
gasolina, pero sí hay gasolina, solo que no hay luz, dijo sonreído. Y se fue.
Entendí
perfectamente su trabalenguas y quise también reírme de su chiste, solo que si
no había luz, tampoco había gasolina, por ende, tampoco podía llegar a mi
trabajo, que estaba a varios kilómetros desde Altamira. Por lo tanto nada me
daba risa. Decidí quedarme ahí, a esperar.
Apagué
el carro y comencé a observar a mi alrededor. Gente como granos de arena en el
mar. Autobuses atiborrados de pasajeros,
con gente guindando de las puertas. Lo ilegal era normal, era entendible. Y más
gente pasaba a pasos rápidos. Y las caras ceñidas, malhumoradas. Y gente que
llegaba a la estación de servicio preguntando si había gasolina y el señor respondiendo
con el mismo chiste del que creo, nadie se rió.
De
repente en medio del desastre (porque fue un desastre), un grupo de mujeres y
niños de todas las edades pasaron cantando: “No hay Dios tan grande como tú, no
lo hay, no lo hay”. Y al rato, un grupo de muchachos pasaron gritando consigas,
diciendo que tenemos patria.
─
Mijo, ya aquí no hay nada que hacer, nos mandaron a irnos a nuestras casas- me dijo el señor, esta vez sin gracia,
mientras con una cadena aseguraba los pistones de gasolina.
─ No, señor, no se vaya. Yo no puedo rodar, no
tengo nada de gasolina, vea –prendí el carro y le mostré la aguja de mi tablero-
quédese, por favor. Saqué un billete de 100. Accedió y se quedó.
Sobrevivencia
o nada. Pasaron varios minutos, ya era normal ver a tanta gente caminando, a
tantos en mi misma situación preguntando si había gasolina. Se acerca de nuevo el
señor y me dice que se va, que me devolvería mi dinero. “Por favor, señor, 20
minutos más, tome”, le entregué otro billete marrón.
En
el fondo una luz roja. Había prendido la luz de un semáforo. Había llegado la
luz. “Gracias, Dios, qué bello eres, gracias mi Dios”.
Evidencia
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