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sábado, 8 de marzo de 2014

Estampa de mujer: La historia de vida de la maestra y actriz Eufrocina Rivas

Eufrocina, sale en comerciales de televisión en la actualidad

Eufrocina es su nombre de pila, pero Fina es el nombre cariñoso con el que la llama todo el que la conoce. Se quedó Fina, la mae Fina. La historia de su vida se ha escrito entre piezas de canciones, pizarrones verdes y tizas blancas, pasos de bailes y actuaciones en tablas teatrales. Su rostro quedó guardado en los cassettes de Radio Caracas Televisión, donde grabó varias novelas
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JORGE AGOBIAN @jorgeagobian
Especial Día Internacional de la Mujer

Un apartamento de 120 metros cuadrados se convierte en escenario en un abrir y cerrar de ojos. No hay luces ni reflectores. No hay tarima de madera. Lo que hace el papel de escenario es el centro del recibo –ubicado diagonal al comedor- cuyo espacio se encuentra interferido por una mesa. Tampoco hay público. La única butaca de este auditorio es un mueble verde ocupado por dos personas.

En segundos, sólo una de estas se encuentra sentada en el sofá. La otra, una señora mayor, de baja estatura, morena, de ojos aguarapados, se levanta, da un giro y comienza a bailar. “Es música contemporánea”, dice segundos antes de empezar a tararear: La la lá, la la lá. Alza un brazo hacia el frente y poco a poco sube una pierna hacia atrás. Levanta la otra mano. Hace un giro de muñecas. Brinca con estilo y gira nuevamente. Sigue cantando suavemente. La la lá


La demostración de baile no dura mucho tiempo. Pasan algunos segundos y se incorpora nuevamente al sofá. Se talla el cabello poblado de algunas canas y se dispone a conversar. “Yo hubiese sido la segunda Yolanda Moreno, la bailarina”, sugiere al sentarse. Cruza la pierna y comienza a moverla. Pareciera que los pies le piden seguir bailando, pero la artrosis no le permite a Fina, de 75 años, continuar demostrando sus habilidades artísticas.


La vida de Fina, oriunda de Cabimas estado Zulia, se puede dividir en varias etapas, todas relacionadas al área artística.

Desde pequeña sintió amor por el baile y la actuación. Después, a sus ventipico de años, al convertirse en maestra de educación básica, supo juntar su pasión por el teatro y las manifestaciones culturales con la agilidad de sus alumnos. Mucho más adelante logró hacer teatro, participó en telenovelas de Radio Caracas Televisión y hasta montó sus propias obras. 



Yudith Rivas y Fina fueron en algún momento, la misma persona. A sus 15 años, motivada por la danza, decidió cambiarse el nombre. Vivía en Caracas con su maestra, quien era su tercera mamá –después de su madrina-  cuando dejó sus estudios secundarios en el tercer año. Nunca le gustó el bachillerato. Le huía.

“Fui a inscribirme en una escuela de danza y me cambié el nombre para que mi mamá no se enterara”. Se ríe y se recuesta en el sofá. Al final su mamá se enteró. “Para que tu veas lo mente de pollo que es uno cuando es joven”, dice incorporándose de nuevo al respaldo del mueble. Suelta una carcajada larga.

Aunque quería ser bailarina, terminó estudiando en el Instituto Gran Colombia, en Caracas, donde se graduó como maestra de educación primaria urbana y maestra de kínder. La vida de esta mujer comienza a mestizarse en las aulas de clase de la escuela petrolera Soconi 1, en Anaco, estado Anzoátegui, en las que combinó sus innatos gustos por el teatro, la canción y la danza con el método de enseñanza y aprendizaje.

“Seguramente mamá me hubiese dejado ser bailarina, pero nunca se lo dije”, comenta rebuscando entre recuerdos. 

“He dado más vuelta que un trompo”, dice llevándose sus dos manos a la cara. Se ríe. “¡Ay Dios mío!”, exclama. Sigue riéndose mientras sus manos limpian algunas lágrimas que se asoman de sus aguarapados ojos. Continúa conversando. En los años 60 viajó a Estados Unidos donde estudió inglés por 14 meses. Sus conocimientos sobre el idioma, a pesar del tiempo, aun persisten en su memoria. Dice algunas palabras en inglés, como si estuviera hablando spanglish –esa combinación entre el español y el inglés. “Entre vuelta y vuelta” regresó de nuevo a Venezuela y se dedicó completamente a ser maestra.

La mae

Fina se pone de pié y ahora convierte el recibo de su casa en un salón de clases. La pizarra es un cuadro abstracto colgado en la pared. Sus dedos están juntos, como si sostuviera una tiza. Comienza a explicar. “El método que yo enseñaba para leer se llamaba Global y me encantaba. Lo sigo defendiendo”, dice mostrando a tamaño completo sus ojos negros. Comienza la clase.

 “Simón compró unos cambures. Qué ricos los cambures que compró Simón… Así enseñaba yo. Después los niños recortaban unos papeles con las oraciones y yo les pedía que los ubicaran en una lámina grande…”

Se dedicaba completamente a ser maestra. Cuenta que a veces no dormía, no salía, ni mucho menos iba a fiestas. Los viernes eran los días estelares de Fina en el colegio. Organizaba actos culturales donde los niños actuaban. “Yo decía ¿quién quiere cantar?, y los ponía a cantar, actuar o decir poesías”.

Una colección de fotografías va resumiendo lo que esta maestra hizo con sus niños. Se pone de pié y se dirige a la vitrina del comedor. Regresa con las fotos en sus manos. La primera foto que Fina muestra es la de un acto cultural donde convirtió a sus alumnos en flores. Ella era la jardinera y regaba las plantas para que no se marchitaran. “Ese acto quedó bello”, comenta contemplando la foto.

Aparte de dirigir el baile, también diseñaba y confeccionada los trajes de los niños y el suyo. Sus manos pegaron lentejuelas, figuritas y canutillos a cada una de las piezas que realizaba. Sus dedos unieron los puntos de las hiladas que coció a mano. Recortar y pegar papel. Medir y descocer trajes. El trabajo de una costurera o diseñadora de moda en manos de una maestra

“Pasaba toda la noche haciendo un modelo y luego se lo mostraba a las mamás. Las convertí en costureras a todas”, dice soltando una carcajada. Además de jardinera, se lució en el escenario haciendo el papel de anciana en un baile cuya música era de su autoría. Fue San Nicolás en un acto en el que construyó el trineo de santa, y como esos, muchos otros.

La dama de la TV

La jubilación de la mae Fina no vino dada por su tiempo como docente. La causa fue la pérdida parcial de su voz, lo que ocasionó su retiro de las aulas de clase. Poco tiempo después recuperó el habla y le quedó como la tiene ahora: un poco ronca. Una voz carraspeada. Fina como su nombre. No aguda, no grave.

En 1989 se convirtió en dama de la televisión y actriz de teatro. Ese mismo año fue cuando se graduó de actriz en la Escuela Nacional de Artes escénicas “César Rengifo”, y después de eso, comenzó su paseo por novelas de la pantalla de Radio Caracas Televisión: Carmen querida, Rubí Rebelde, María María y otras tantas en las que, si no hacía un “papelito pequeño”, actuaba como extra.

“En la primera novela en la que actué metí la pata. Tenía que vaciarle un balde de agua a una mujer, y yo sin pensarlo lo hice. ¡Juaaass! Le he vaciado ese poco de agua a esa mujer”. Sube sus manos nuevamente a su cara. “¡Ay Dios mío!” dice entre risotadas. Sigue contado la anécdota. “La cosa era simularlo. ¿Qué iba a saber yo de eso? Mojé hasta las cámaras. Pero esa escena quedó muy buena”.

Como actriz de teatro estuvo en varias obras. La primera que viene a su mente es El zoológico de cristal. “¡Ay, esa era bella bella bella!”, comenta. Luego comienza a enunciar nombres de obras según lo que dicta su memoria: La hora menguada, El vendaval amarillo. Interrumpe. “Hay muchas otras pero se me olvidan los nombres”. A pesar de sus 75 años, Fina tiene buena memoria. Es enérgica, inquieta y “farandulera”, según una de sus hijas.

A pesar del tiempo no se ha divorciado de la pantalla chica. Ha estado en varios comerciales de televisión, y eso, no ha sido por casualidad. “Un día mi hijo me dijo que estaban buscando una abuela para un comercial y yo mandé mi foto”. En la selección, Fina quedó con el papel y grabó su primer comercial de televisión. Desde ese momento, el teléfono fijo de su apartamento repica de vez en cuando y al contestar “¡Suaaas! Me llaman para grabar algo”, dice con las manos en el aire.

Cuando está frente a las cámaras, Fina se siente serena, tranquila, se mete en el personaje. “Puedo reír, puedo llorar, lo que me pongan a hacer lo hago”. Mientras habla de su experiencia va desmantelando la epidermis de una piel que en el fondo está llena de sangre artística, de pasos de baile: chachachá, joropo, paso doble, tuis, rock and roll. También se halla una dosis de talento para escribir canciones infantiles. El caracol es el nombre de una de las piezas musicales compuestas por ella. “El Caracol puso a bailar a todo el mundo”, dice. Recuerda la entrada de la canción. Una melodía alegre, onomatopéyica. Paran pan pan pan tan tan. Comienza a cantarla.

Eufrocina ha hecho todo lo que ha querido hacer en su vida. Piensa que sin la creencia y confianza en Dios no se puede lograr nada. Quizás eso es lo que la hecho pasearse por todas las áreas en las que ha querido. “Soy feliz y me gusta lo que he hecho y lo que hago”, dice. Quisiera que las maestras de hoy día fueran como ella y sus colegas de aquel tiempo. 

“Nosotras nos esmerábamos, hacíamos que los niños participaran, que perdieran en el miedo escénico”. Está segura de que eran otros tiempos, otra época. “Me gusta más mi época, me encantaría volver a vivirla”.

jueves, 6 de marzo de 2014

El bululú no me dejó ver el desfile militar


JORGE AGOBIAN | @jorgeagobian 

Esa, exactamente esa misma fue la frase que dije el 5 de marzo ante mi inocente idea de querer estar en el histórico primer desfile militar en honor de la memoria de Hugo Chávez. Fue como si el homenajeado, el hoy consagrado líder supremo de la revolución, me dijera “por ahora” en el oído. Me retumbó en el cerebro, hizo contacto con mi psiquis, bajó a mis piernas y me marché. Me rendí, él también se rindió en el 92: “los objetivos que me planteé no fueron logrados”.

No pude, por más que quise. Aré en el mar, aré ante miles que querían ser espectadores también.

La cola para entrar a las tribunas del Paseo Los Próceres comenzaba a unos 5 minutos caminando a paso rápido. El gentío era impresionante. El cuchucheo, las palabras cliché, las sonrisas nerviosas, todo era rojo, todo era Chávez hecho tributo.

Líder supremo, comandante, fascistas, guarimberos, pitiyankies, revolución, Chávez, Chávez, Chávez. Palabras que oía mientras caminaba hacia el punto de acceso al lugar del desfile. Mi carnet de prensa me ayudó a saltarme el colón humano, pero llegó un momento en el que se trancó el acceso. ¡Mira, carajito, haz la cola!, me gritó uno. A palabras necias, oídos sordos. ¿Por qué lo dejan avanzar a él? ¡¿Acaso es el hijo de Chávez?!

Cuando me vi tan cerca pero tan lejos de poder ver decentemente el desfile, aquello se convirtió en un despelote. Cuerpo con cuerpo. El sudor ajeno y el mío era una sola gota. Las pieles de diferentes tonos y contexturas se mezclaron e hicieron un bollo humano. El aliento era compartido y, además, la única manera de ventilarse la pollina.

A mi lado estaba una señora mayor, de 86 años. Dura y resistente la señora. Los empujones que iban y venían la mecían cual cristo en una procesión. ¡Ay, mijito. Ay, mijito, cójeme la mano que me tumban! Y el grito estruendoso: ¡¡Noooo empujeeeen!! Y aquél calor. Y aquél solazo que se prestaba.

¡Hay una niña aquí, no empujen por favor! ¡Ay, mijo, ten aquí este termo que me está arrancando un dedo!, me dijo la señora.

Mi mano y la de ella era un solo tronco.El quejido era repetitivo, pero ella seguía ahí. No se iba a ir por nada del mundo. El día de Chávez es con Chávez.

Las fuerzas de todos hacían efecto dominó. Empujaban hacia el frente, y de regreso venía el empujón que nos llevaba al mismo lugar. Los guardias se montaron en una silla para controlar a la gente y rápido vi cuando no había ni soldados ni silla. Eran objetos tirados en el piso. En ese momento me perdí de la doñita. El termo lo abandoné al rato.

Un toldo en el que se encontraba el acceso (con detector de metales) se mecía pa’ allá y pa’ acá. Venía gente de adentro, y nosotros de necios que queríamos entrar. No era yo solo, éramos miles. Éramos ya un pegoste ocre que quería ver el desfile. Adentro, en las tribunas, eso ya estaba a reventar.

Y comenzaron entonces los desmayos. De adentro hacia afuera piloteaban a una niña que se había desmayado. Las manos de todos la mantenían en el aire y la pasaban hacia atrás. Y venía enseguida otra emergencia. ¡Abran paso que este niño tiene ganas de vomitar! A nadie le dio asco. Yo me planeé hacia un lado, empujando, naturalmente.

Suficiente. “Los objetivos que me planteé no fueron logrados”. Desfile un carajo. Fotos un carajo. Me fui saliendo hasta que encontré el aire. Lo respiré todo, hasta el dióxido de carbono de los árboles.

Caminando de regreso, la cola seguía igualita. Los guardias habían acordonado la fila para que más nadie pudiera entrar. No fui el único que se quedó con las ganas de ver el desfile. Quizás otros zapatearon de la rabia y la impotencia. Yo agarré camino a casa.

Cuando llegué, en cadena nacional estaba el desfile. Bellísimo y muy cívico que se veía en la televisión. Como si yo no hubiese estado ahí. Pero así son las masas, así se mueve la gente en esos pagos. Para la próxima me voy tempranito a agarrar puesto.